3. El operador de una central telefónica recibe llamadas aterradoras y siniestras que nadie más logra rastrear, justo en el turno de medianoche.
Asunto: Turno de Medianoche – Para Relatos Noctámbulos
De: Sebastián Paredes sebastianparedes1978@outlook.com
Para: relatos@noctambulos.fm
Hola, Noctámbulos.
Les escribo desde Rosario, Argentina. Me llamo Sebastián Paredes, tengo 47 años, y hasta hace poco trabajaba en la central de emergencias 911, en la parte operativa, recibiendo llamadas. No sé cómo empezar esto sin sonar como un loco más, pero sé que ustedes sabrán darle el tono adecuado. Necesito contar lo que me pasó, aunque sea para sacármelo de encima. Para ver si alguien más vivió algo similar.
No suelo hablar de mi vida, pero creo que importa para entender por qué todo esto me afectó tanto. Soy hijo único, criado por mi mamá, que era enfermera. Crecí en un departamento chico, con tele blanco y negro y olor a alcohol medicinal. Nunca tuve problemas con lo raro o lo inexplicable, pero tampoco fui de creer mucho. Supongo que, de tanto verla a mi vieja llegar de la guardia con los ojos partidos y contando cosas horribles de pacientes o accidentes, uno se vuelve un poco cínico. A los 20 empecé a laburar en atención al cliente de una telefónica, y con los años me metí al 911. Aguanté 18 años. Aguantaba todo. Hasta esa semana.
Me animé a escribirles porque escuché un episodio del programa donde una chica hablaba de su trabajo en seguridad privada y de algo que le pasó en un hospital abandonado. Me hizo clic. A veces lo inexplicable no se aparece gritando. A veces, simplemente… llama.
Mi turno era el de la medianoche a las 8. Los operadores del 911 en Rosario trabajamos en una sala sin ventanas, con auriculares conectados a terminales y un software de trazado. No hay luces tenues ni velas, ni pantallas futuristas como en las películas. Solo vos, la voz del otro lado, y la obligación de mantener la calma.
La primera llamada rara fue un jueves, hace como un mes. Me acuerdo porque era mi cumpleaños y nadie en el trabajo se había acordado. A las 2:17 de la mañana, sonó una alerta sin ID. Pensé que era una interferencia, porque no aparecía ni número ni localización. Lo raro fue que entró directo a mi canal, sin pasar por el filtro del sistema.
—¿Hola? ¿Está ahí? —dijo la voz.
Era una mujer. Muy bajito, como si susurrara. Pero había algo en el tono… como si no supiera dónde estaba. Pensé que era una víctima de violencia o alguien escondida. Le pregunté su nombre, dirección, si estaba segura.
—No puedo moverme. No puedo ver. Hace frío. Está justo en frente mío.
Intenté calmarla. Revisé el sistema: ninguna llamada entrante desde ese número, y no había reportes de emergencia en curso. Anoté la hora y marqué como “llamada sin conexión geográfica”. No era raro. Pasaba a veces con gente que llamaba desde zonas rurales con poca señal o con líneas clandestinas. Pero esa voz…
La llamada se cortó. Quedó haciendo un ruido como de papel arrugado. Nada más.
La segunda fue el sábado siguiente. Misma hora, misma línea fantasma.
Esta vez era una nena.
—¿Hola? ¿Me escuchás?
Pregunté quién era, dónde estaba.
—Está en el agua. Viene todas las noches.
Tenía un tono seco, sin emoción. Como un guion aprendido de memoria.
Le pedí que me dijera qué veía.
—Tiene la cara al revés.
Me quedé helado. No es fácil asustar a un operador del 911. Hemos oído suicidios en vivo, incendios, gritos de tortura. Pero esa frase… No sé. Algo se me metió adentro.
Corté. Busqué grabaciones en el sistema. Nada. Ni audio, ni trazado. Le pregunté al supervisor si podía revisar los logs del sistema manualmente. No encontró esas llamadas. Me dijo que estaba cansado, que me tome unos días.
Pero la peor fue la última.
Domingo a la madrugada. Yo ya estaba paranoico, con auriculares al mínimo volumen.
A la 1:54 sonó de nuevo.
Esta vez no era voz humana. Era como una respiración, pero no pulmonar. Como si se metiera aire por un agujero enorme. Y entre eso, una voz de hombre. Lejísimos, como si hablara desde el fondo de un túnel:
—Esto no es para vos.
Esa frase me partió. No sé si por el tono o porque sentí que… que tenía razón.
Después de eso, la sala empezó a oler a tierra mojada. Lo juro. Nadie más lo notó. Pero yo sí. Como cuando escarbás hondo en el patio y aparece ese olor crudo.
Me levanté, fui al baño, me mojé la cara. Me miré al espejo y vi que tenía algo en la comisura del labio. Pensé que era sangre. No. Era barro.
Volví al puesto. El software estaba reiniciándose solo. Y en mi pantalla, donde debía estar el mapa con los trazados de llamada, solo aparecía una frase escrita en rojo.
“Queremos que sigas atendiendo.”
Renuncié esa semana.
No pude más. Llamé a mi hermana, le dije que me iba unos días. Me encerré en la cabaña de un amigo en Ibarlucea, sin señal, sin teléfono. Dormí dos días seguidos.
Lo que más me asusta no es lo que escuché. Es la idea de que esas llamadas no eran para pedir ayuda. Que alguien estaba usando la red de emergencias… para hablar conmigo.
Y ahora tengo miedo cada vez que suena un teléfono.
Incluso el mío.
Gracias por leerme. No quiero que me llamen. Ni que me escriban. Solo necesitaba que alguien más lo supiera.
Quizás, si algún otro operador escucha esto y pasó por algo parecido, se anime a contar.
Yo, por mi parte, ya no atiendo más.
Un abrazo,
Sebastián Paredes
Rosario, Santa Fe