4. Un chofer de trailer que se queda varado en una carretera desierta y siente que alguien se subió a su cabina cuando él estaba revisando la llanta.
[Inicio del correo leído en voz del narrador]
Buenas noches, equipo de Relatos Noctámbulos.
Mi nombre es Elías Morales. Tengo 47 años, soy de Torreón, Coahuila, y soy trailero desde hace casi dos décadas. Llevo la ruta norte-sur, moviendo carga entre Piedras Negras y Veracruz, casi siempre en solitario. Desde morro me gustaban los camiones; mi papá también fue trailero, aunque no alcanzó a retirarse. Falleció a los 52, en un accidente en la libre a Mazatlán.
No sé si eso tenga algo que ver con lo que me pasó hace poco. Tal vez sí. Tal vez no. Pero por primera vez en todos estos años al volante, sentí que algo… me eligió. No sé cómo explicarlo de otra forma.
Nunca he sido supersticioso. No creo en fantasmas, ni en brujas, ni en esas cosas que a veces contamos entre colegas para pasar el tiempo en el radio. Pero lo que viví esa noche en la carretera 57, justo entre Matehuala y Saltillo, no tiene sentido. Y aunque no espero que me crean, necesitaba escribirles. Es como si contarlo fuera la única forma de sacármelo de la cabeza.
Esto pasó hace como seis meses. Era febrero, y me habían asignado un viaje con carga ligera, puro empaque vacío, así que el tráiler iba más rápido de lo usual. Iba bien de tiempo y me detuve en San Luis a comer unas gorditas. Iba a descansar en una pensión allá por Saltillo, pero no sé por qué, ese día me sentía raro, como inquieto. Así que decidí avanzar un poco más. “Unas dos horitas más”, me dije.
Era cerca de la medianoche cuando empecé a notar que el viento cambiaba. No era frío. Era como seco. Raro. La carretera estaba completamente vacía. Ni un alma. Ni un foco. Nada. Solo mis luces rebotando en el pavimento y el zumbido constante del motor.
Fue por ahí del kilómetro 31 que sentí la vibración. Primero pensé que era el asfalto, pero no. Era una llanta. Me orillé en un claro, junto a un terreno lleno de arbustos secos y piedras grandes, casi como un desierto. Apagué el motor, encendí la luz lateral y bajé a revisar. Y sí, una de las llantas traseras derechas estaba baja.
Tomé la lámpara y me puse a revisarla más de cerca, esperando que no fuera reventada porque si no, pues… ahí me iba a quedar. Estaba concentrado en eso cuando escuché un sonido. Un golpecito seco. Como si algo —alguien— hubiera pisado uno de los escalones de la cabina del tráiler. Me enderecé de golpe. Me quedé quieto. Miré la cabina.
La puerta del copiloto estaba cerrada. La mía también. No vi a nadie. Pensé que era mi imaginación. Volví a revisar la llanta. No pasaron ni treinta segundos cuando lo volví a oír. Esta vez fue más claro: el sonido del escalón metálico cediendo bajo peso. Como si alguien se hubiera subido con cuidado.
Subí rápido. Abrí la puerta. Nada. Solo el asiento vacío. La radio apagada. El cargador de mi celular colgando como siempre. Me quedé un momento ahí, con medio cuerpo dentro de la cabina, sintiendo una presión extraña en el pecho. No era miedo todavía. Era más como… presencia. Como cuando entras a una habitación y sabes que alguien está ahí aunque no lo veas.
Me bajé, me alejé unos pasos del tráiler. Alumbré los alrededores. Nada. Ni un animal. Ni una sombra. Nada.
Volví a revisar la llanta. Esta vez, ya con prisa. Terminé de ajustarla con la herramienta y subí al tráiler. Cerré de golpe. Encendí el motor. Y justo cuando metí primera, oí una respiración.
No era mía. Lo juro. Era como si alguien estuviera justo detrás de mi asiento, respirando despacio, como si llevara rato ahí escondido.
Me congelé.
No quise voltear. Solo avancé. Kilómetro tras kilómetro. Solo la carretera y yo. Y lo que fuera que estuviera ahí adentro.
No prendí la radio. No puse música. No hice nada. Solo manejé. Hasta que llegué a una gasolinera que estaba más adelante, a unos 50 kilómetros. Paré. Salí rápido. Abrí las dos puertas. Registré toda la cabina. Revisé debajo de los asientos, en la litera, en la caja de herramientas. Nada. No había nada. Pero olía raro. Como a tierra húmeda. Como cuando uno cava un hoyo y saca la tierra fresca de abajo.
Compré un café. Me quedé ahí hasta que amaneció.
Pensé que tal vez me estaba volviendo loco. Que el cansancio me jugó una mala pasada. Pero cuando llegué a Veracruz, encontré algo en el piso del tráiler, justo debajo del asiento del copiloto: un mechón de pelo. Negro, largo. Humedecido. Y lleno de tierra.
Lo tiré. No le dije nada a nadie. Pero desde entonces, cada vez que paso por el kilómetro 31, algo pasa. A veces, los faros se bajan solos. A veces, escucho pasos en la cabina cuando me detengo a descansar. Una vez, lo juro por mi madre, alguien —o algo— encendió la radio por unos segundos. Solo se escuchó estática y una voz femenina diciendo algo que no entendí.
He hablado con otros traileros. Uno me dijo que hace años, en ese tramo, encontraron una camioneta volcada con una mujer adentro, atrapada. Que los bomberos tardaron mucho en llegar. Que murió de hipotermia antes de que pudieran sacarla. Nadie sabe bien quién era. Pero dicen que desde entonces, algunos sienten que alguien se sube con ellos si se detienen ahí de noche.
Yo no creo en fantasmas. Pero desde aquella noche, nunca viajo solo. Al menos, no del todo.
Gracias por leerme. No busco fama ni likes. Solo necesitaba decirlo en voz alta.
Un saludo a todos los que escuchan Relatos Noctámbulos. Sigan haciendo lo que hacen. A veces, compartir lo que uno no puede explicar… es la única forma de no perder la cabeza.
Buenas noches.
—Elías