Algo que me pasó en la gasolinera

6. Un trabajador de una gasolinera 24 horas que empieza a notar que los clientes nocturnos son cada vez más extraños, y algunos parecen no pertenecer a este mundo.

Asunto: Para Mike Noctámbulo – Algo que me pasó en la gasolinera

Hola, Mike.

Te escribo porque hace tiempo que traigo esto atravesado en la cabeza y no lo he podido soltar. No soy de contar cosas, la neta. Mucho menos cosas raras. Pero escuchando tu podcast me di cuenta de que hay banda allá afuera a la que también le han pasado cosas que nadie más les cree. Y pues, me dije: ya, vamos a escribirle al Mike.

Me llamo Diego, tengo 42 años y soy de San Juan del Río, Querétaro. Trabajo en una gasolinera de esas que están pegadas a la carretera 57, por la salida a Tequis. Ya sabes, esas donde paran los trailers, los foráneos, los que vienen desde el norte. Trabajo en el turno de la noche desde hace como cuatro años, más que nada porque paga un poco mejor y, la verdad, prefiero lidiar con el silencio que con la bola de locos que vienen en la mañana.

Soy separado, tengo una hija que vive con su mamá en Celaya, y aunque no la veo tanto como quisiera, ella es lo único bueno que he hecho. Cuando era morro vivíamos en una vecindad en Toluca, en la época en que todavía se escuchaban cuentos de brujas y del “charro negro” en los mercados. Mi abuela decía que por andar despierto después de medianoche se abrían puertas que no debían abrirse. Yo pensaba que eran cuentos. Hasta que me tocó vivir esto.


El turno de la noche tiene lo suyo. Al principio se siente tranquilo. Llenas tanques, limpias parabrisas, platicas con uno que otro trailero. Pero conforme se hacen las tres, cuatro de la mañana… cambia el ambiente. No sé cómo explicarlo, Mike. No es que se ponga peligroso. Es otra cosa, como si el aire se volviera más pesado, como si todo se detuviera un poquito.

Esto empezó hace como siete meses.

Esa noche me acuerdo bien. Era miércoles. Teníamos la tele en la oficina puesta en un canal de películas viejas, y yo me salí a fumar mientras no venía nadie. De pronto, vi que un coche blanco se estacionó en la bomba 3. Era un Tsuru, de esos de los noventa, medio maltrecho pero andando. Me acerqué y vi que el chofer era un señor grande, con sombrero y una cara… no sé cómo decirlo. Como si no parpadeara. Como si la piel le quedara mal puesta.

Me pidió $200 de Magna, pero no habló. Solo levantó dos dedos. Pensé que era mudo, así que le hice caso. Lo raro fue que cuando fui a regresarle el cambio, ya no estaba. Ni él ni el coche. Desaparecieron. Literal. Pensé que me estaba volviendo loco, pero el billete de $500 seguía en mi mano, doblado.

No quise decir nada, pero me quedé helado. Me encerré en la oficina un rato. Pensé que me había dormido parado. Que había sido un sueño raro.

Pero no fue la última vez.


A la semana siguiente, me tocó ver a una mujer que llegó caminando desde el monte. No desde la calle, Mike, desde el monte. Con un vestido largo, de esos que se usaban en los setentas. Venía descalza, y traía tierra en los pies. Me pidió un café. Le señalé la tiendita, pero dijo que no traía dinero. Me dio un anillo de plata a cambio.

Lo tengo todavía. A veces lo veo y me da náusea.

Después de que se lo acepté, se fue caminando de nuevo hacia la maleza. Me metí a la caseta porque me dio miedo. Al revisar las cámaras al otro día, no se veía nada. Solo yo, hablando solo, estirando la mano al aire.


Y eso fue solo el comienzo. Empezaron a llegar más de estos… visitantes. No sé cómo llamarles. Gente con ropa de otra época. Uno llegó en un vochito que parecía nuevo de agencia, pero tenía placas de los años 80. Otro traía una herida abierta en el cuello y me pidió gasolina como si nada. Algunos no hablaban, solo señalaban.

Una noche me tocó atender a una señora con un niño en brazos. Se bajó a pedir que le lavara el parabrisas porque decía que no podía ver bien. Cuando regresé de limpiar, ya no estaba. El carro seguía ahí, el motor encendido, la puerta abierta. Adentro no había nadie. El asiento trasero estaba mojado, como si hubiera sangrado reciente. Llamé a la patrulla esa vez, pero dijeron que seguramente era una broma de mal gusto. El coche ni placas tenía.


Te juro que ya no quería ir. Empecé a buscar chamba en otro lado. Pero no hay muchas opciones a mi edad, sin carrera y con una hija que mantener. Así que seguí, con miedo, pero seguí.

Hasta que pasó lo último.

Hace como un mes. Una madrugada, llegó una camioneta negra. Se bajaron tres tipos. Bien vestidos, como de traje. Uno tenía la cara completamente cubierta con vendas, como si le hubieran quemado la piel. Me pidieron que les llenara el tanque y luego me preguntaron:

—¿Tú eres Diego, verdad?

No sabía cómo responder. Me puse tenso. Les dije que sí, pero que cómo sabían mi nombre. No me contestaron. Solo uno de ellos dijo: “A veces, los que vemos lo que no deberíamos, empezamos a brillar”.

Y luego: “Nos vemos pronto”.

Desde entonces, Mike, no ha vuelto a llegar nadie normal. Nadie. Todos los que llegan entre las 2:40 y las 4:00 a. m. parecen de otro mundo. Algunos no tienen sombra. Otros repiten lo mismo una y otra vez, como si fueran grabaciones. Una mujer me pidió fuego cinco veces, y cada vez que se lo daba, desaparecía frente a mis ojos.


Ya no sé qué es real. Ya no confío en las cámaras, ni en la radio. Todo falla a esa hora. Ni mi celular agarra señal. Solo hay silencio, y esos seres.

A veces pienso que me morí y nadie me avisó. O que estoy atrapado en algún tipo de limbo. O que esa pinche gasolinera es una especie de cruce entre lo vivo y lo muerto.

Ya no quiero ir más. Pero tengo turno hoy, y mañana, y el que sigue.

Quise escribirte porque si me pasa algo, si desaparezco o si algún día encuentras una noticia de que un despachador se volvió loco por allá por la 57, pues… que al menos quede este testimonio.

No quiero sonar loco. Solo quiero que alguien me crea.

Gracias por leerme, Mike. Saludos a toda la banda noctámbula. Cuídense mucho en las madrugadas. Hay cosas allá afuera que no deberían estar aquí.

—Diego L.