Asunto: “Signos” – Turno nocturno en Urgencias

2. Una enfermera que trabaja en turno nocturno en urgencias, y comienza a recibir pacientes que nadie más puede ver, pero sus signos vitales están reales.

Hola, equipo de Relatos Noctámbulos:

Me llamo Lucía Abaroa, tengo 37 años, y les escribo desde Saltillo, Coahuila. Trabajo como enfermera en el Hospital General de aquí, especialmente en urgencias.

Mi historia no empieza con fantasmas. Empieza con mi mamá, que también fue enfermera. Ella me crio sola, entre jeringas, cafés recalentados y guardias dobles. Nunca me habló de cosas raras, pero sí me decía una frase que ahora no puedo sacar de la cabeza: “Hay dolores que no se ven, pero matan igual.” En su momento creí que hablaba de lo emocional, pero hoy… no sé.

A los diecisiete, entré como auxiliar de enfermería en una clínica rural. A los veinticinco ya estaba en urgencias del hospital, y de ahí no me he movido. Uno aprende a no sorprenderse por nada: niños con balas perdidas, gente que llega con el rostro comido por el ácido, abuelitos solos que fingen un infarto para que alguien los toque. Uno se endurece… o cree que lo hace.

Hasta que una noche de mayo, el 18, pasó algo que me hizo cuestionarlo todo.


Era martes. Las madrugadas de martes siempre son lentas, como si la ciudad apenas se despertara de su resaca del lunes. Eran como las 2:40 a. m. Yo estaba en el área de observación, terminando de acomodar unos sueros. El doctor Armenta dormía en la sala de descanso. Todo en calma.

Entonces sonó el timbre de la entrada de urgencias.

Me acerqué al monitor. No había nadie en la cámara. Pensé que era una falsa alarma. Salí a checar, y cuando abrí la puerta vi a un niño, de unos diez años, parado frente a mí. Sin zapatos. Lleno de tierra. La ropa rota. Lloraba sin hacer ruido.

Lo metí de inmediato. Le pregunté cómo se llamaba, pero no decía nada. Sólo temblaba. Lo senté en la camilla, le puse la sonda del oxímetro. Saturación: 98%. Ritmo cardíaco: 110. Estaba vivo. Asustado, pero vivo.

Fui por el doctor. Cuando regresamos… no estaba.

Pensé que se había ido al baño o que se había bajado de la camilla, pero lo buscamos por todo el pasillo y nada. Tampoco apareció en las cámaras. Revisamos de nuevo la entrada. Nada. El doctor me dijo que seguro me lo imaginé, que andaba medio dormida. Me reí para disimular, pero yo sé lo que vi. Lo toqué. Sentí su mano helada.

Esa fue la primera vez.


Después vino la mujer de rojo. Eso fue una semana después.

Tenía yo el turno con otra compañera, Nelly. Eran las cuatro de la mañana. Estaba haciendo las notas de evolución cuando la vi: una mujer sentada en la sala de espera. Pelo largo, como recién lavado. Vestido rojo encendido. La vi por el ventanal, y salí a preguntar si necesitaba algo.

—¿Viene por urgencias? —le dije.

No contestó.

Pero vi que sangraba del abdomen. Me acerqué. La sangre le empapaba el vestido por debajo del ombligo. Corrí por una camilla.

Cuando volví… ya saben la respuesta.

No estaba. Pero la silla donde estuvo tenía una mancha de sangre. Nelly la vio también. Intentamos buscarla, pero no hubo rastros. Solo la mancha, que por más que limpiamos, volvía a salir. Hasta que cambiaron la silla dos días después.


Podría contarles otras cinco apariciones, pero hay una que me persigue. Porque esta vez no fue alguien extraño.

Fue mi mamá.

Murió hace cuatro años de un infarto fulminante, en la cocina. Yo la encontré. No alcanzamos a despedirnos. Y nunca soñé con ella. Nunca. Hasta hace un mes.

Estaba de turno sola. Eran las tres. Siempre a las tres.

Y la vi: entrando por el pasillo, con su uniforme blanco antiguo, el que usaba cuando trabajaba en pediatría. Caminaba como si viniera de hacer ronda. Me miró. Me sonrió. Se me hizo un nudo en el estómago.

—Mamá… —le dije.

Ella levantó una mano, como diciéndome que no la tocara. Y entonces me dijo con voz clara:

Ya no están muertos, Lucía. Ahora están esperando.

Y se desvaneció frente a mí.


Después de eso, empecé a dudar de todo.

Me mandaron al psicólogo del hospital, claro. Dicen que estoy estresada. Me dieron licencia por dos semanas. Pero yo sé que algo cambió en mí. No me volví loca. Lo juro. Lo que vi… lo que sentí, fue real. Sus signos vitales eran reales.

Y eso es lo que más me inquieta.

¿Cómo se registra un paciente que no existe, pero cuya frecuencia cardíaca puedes leer? ¿Cómo se cura un dolor de alguien que ya no está vivo?

Yo creo —y eso me cuesta decirlo en voz alta— que hay presencias que siguen aferradas al umbral. Gente que murió mal, en abandono, sin un nombre, sin que nadie les cierre los ojos. Y los hospitales, sobre todo de noche, son como estaciones intermedias. Lugares donde los vivos y los otros… se rozan.

Quizá no vienen a hacernos daño. Quizá solo quieren ser atendidos. Escuchados. Como cualquier paciente.

Pero lo que me da miedo ahora… es que cada noche veo más. Y me cuesta más diferenciar. A veces temo tocar a alguien… y que mi mano lo atraviese.


Gracias por leerme. Gracias por existir, por este espacio donde uno puede soltar estas cosas sin que lo tachen de loco.

No espero respuestas. Solo necesitaba contarlo. Y si algún colega que escuche esto ha pasado por algo parecido… que sepa que no está solo.

Atentamente,
Lucía Abaroa
Enfermera de urgencias nocturnas
Saltillo, Coahuila

P.D.
Cuando escuchen pasos por el pasillo vacío… no siempre son los camilleros.